Pero los recuerdos
más felices de mi infancia son los que con mamá y Alfredo pasábamos en vacaciones,
todos lo años, ¡Vacaciones de tres meses! en una hostería que la familia
Vilches tenía en Villa Bustos al lado de Cosquín, en las Sierras de Córdoba. El
viajar en tren hasta la ciudad de Córdoba y luego, por las sierras en “tren
coche motor”, conocer otra gente, nuevos lugares, cerros que me parecían montañas, ríos que a veces se convertían en torrentes; para mi hermano y yo
todas eran maravillas.
La hostería tenía
amplias dimensiones divididas en sectores por las vías del Ferrocarril del
Estado que la atravesaba: El primer sector comprendía el terreno desde la Ruta Nacional Nº 38 hasta las
vías del tren, un gran parque de árboles ornamentales y frutales que rodeaban
los edificios con las comodidades para los huéspedes y los propietarios y
servidores del lugar. El otro sector era el espacio formado desde las vías del
ferrocarril, hasta el río Cosquín, en él había cultivos de alfalfa y algunos
cereales, también tenían algunos vacunos y equinos. En la orilla del río había
algunas instalaciones y una playita de arena que se utilizaba para tomar sol. Algunas
ollas que formaba el cauce del río se aprovechaban para nadar. Allí fue donde
aprendí a hacerlo en un nada distinguido estilo perro. Aprovechando un día con
el río crecido luego de algunas persistentes lluvias, uno de los peones de la
hostería me convenció de que debería aprender a nadar y sin que yo pudiera
pensarlo demasiado me llevó al borde de una de las ollas del río que había
aumentado ampliamente sus dimensiones con la crecida, me dio un empujón y allí
partí llevado por la correntada, tragando agua y, con un susto tremendo comencé
a agitar brazos y piernas y, en menos tiempo del que tardo en escribirlo,
aparecí en el otro borde de la olla donde ya me esperaba el peón para
rescatarme y, muerto de risa, felicitarme por la hazaña cumplida, mientras yo tosía
y escupía agua e insultos pero, al rato ya calmado, a sus instancias, volví a
repetir mi actuación, pero sin el empujón inicial pero asegurándome su
presencia del otro lado de la olla. Así fue como me convertí en un experto en
natación estilo perro.
En la Quinta Vilches , mi
hermano Alfredo y yo éramos los huéspedes más pequeños y además con frecuencia
anual, por ello los más mimados, especialmente yo por ser el menor y más
flaquito. Don Bustos Vilches, su dueño, todas las mañanas me preparaba un tazón
de leche que en mi presencia ordeñaba y luego, en la media mañana, me preparaba
un bifecito a la parrilla. Su única hija mujer, Manuelita, para no ser menos,
me llevaba por las tardes a los árboles frutales para que yo eligiera las frutas
que me gustaran. Una tía de Manuelita hacía lo mismo con mi hermano Alfredo.
Después de
almorzar, mamá dormía “su siestita”, que Alfredo y yo aprovechábamos para salir
y acompañar a alguno de los hijos de Don Bustos que realizaban tareas en las acequias
de riego que rodeaban los sembradíos, me fascinaba ver los sierres y aperturas
de canillas que se hacían de acuerdo al día y la hora para que p el agua que
venía de una toma realizada en un arrollo existente en un cerro cercano pasara
al sembradío propio o al de un vecino, allí fue donde yo dije que cuando fuera
grande iba ser para ser ingeniero.
Otra actividad
campera que nos gustaba realizar era ir a buscar en los cerros próximos, hierbas
que tienen según los cordobeses un valor medicinal. Había yuyos para la tos,
para el estómago, para el hígado etcétera, etcétera.
Don Bustos tenía
además tres hijos varones, uno de ellos trabajaba un taxi en el pueblo y nos
llevaba cuando había algún espectáculo en las localidades serranas,
especialmente en La Falda
en el Sierras Hotel. Siempre recordaré mi primera salida nocturna por las
sierras iluminadas por la luna llena, para asistir al concierto de Pedro Vargas,
gran cantor mexicano, sus canciones especialmente, “Noche de Rondas”,
terminaban siendo cantadas por todos los presentes. En otra ocasión asistimos a
un recital del poeta Fernando Ochoa que me impresionó por sus versos gauchescos,
la mayoría de ellos con mucho humor.
Pero la aventura
máxima para Alfredo y yo era cuando participábamos de unas “cabalgatas”, primero
montando los clásicos burritos cordobeses y luego unos mansos caballos, que nos
parecían dignos del Llanero Solitario.
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